Hace unas semanas, Magda y Mercedes volvieron de México, donde participaron del Programa de Liderazgo Ecosistémico LATAM, un encuentro que reúne a personas referentes —en el sentido más vital y generoso de la palabra— de 21 países de América Latina. Se trata de un espacio de intercambio profundo entre comunidades, donde se comparten aprendizajes, se tejen redes de apoyo mutuo y se fortalece un liderazgo regional con una mirada común: construir un futuro más vivo, más justo, más arraigado.
Algo que siempre traen consigo al regresar —y esta ya es su tercera vez— es la sensación casi física que produce en las personas participantes el contacto directo con la amplia diversidad cultural de nuestro continente. En nuestro caso, venimos de un país como Uruguay, donde la historia arrastra un genocidio silenciado, una colonización profunda y una identidad herida. Durante mucho tiempo esa falsa homogeneidad no se cuestionó en los espacios educativos: era parte del currículo, parte del relato. A fin de cuentas, hay algo muy evidente, muy simple: el encuentro, multitudinario, sincrónico, entre realidades —escuchar, sentir, compartir tiempo y territorio— conmueve y transforma. Nos obliga a revisar lo que dábamos por hecho. La diversidad, entonces, se revela no como concepto abstracto o consigna de moda, sino como una verdad palpable: un hecho natural, ineludible, que nos atraviesa. Estar allí, con otras y otros, abre el cuerpo, la cabeza y el corazón. Entender que la biodiversidad de América Latina es aplicable a todo lo que habita en ella abre, desde la raíz, la posibilidad de resignificar algunas identidades.
Como grupo de trabajo, siempre fuimos atravesadas por identidades divergentes, en conflicto con la norma. De una forma u otra, eso fue parte de quienes somos. Pero en el último tiempo, algo se volvió más nítido: la conciencia de lo que sucede cuando recuperamos la pulsión de vida, esa fuerza que nos empuja a crear, a imaginar, a sentir que hay algo más allá del mandato de consumir, seguir un manual y morir, con miedo y con culpa. Comprender que la diferencia es la norma y no la excepción es una señal valiosa, un llamado a compartir lo que somos con la intención profunda de que eso signifique algo para otras y otros. Y que ese gesto se convierta en propósito, en motor: pintar, criar, enseñar, aprender, escribir, investigar, crear. Si lo hacemos para seguir generando vida — plena, libre, en interdependencia, fulgurante— entonces compartimos un mismo propósito.
¿Recordás la primera vez que te diste cuenta de que la forma en que habías aprendido algo era solo una entre muchas? Un constructo cultural es justamente eso: una construcción social, histórica, muchas veces completamente arbitraria. Darse cuenta de que casi todo lo que asumimos como “natural” es en realidad un acuerdo —poco discutido, muchas veces diseñado para el beneficio de unos pocos— es un buen primer paso para mirarnos con ojos nuevos. Para volver a pensar en conexión, en creatividad.
Abrirse a lo diverso, lo mutable, lo caótico, es también desarmar nuestras certezas. De ahí la dificultad del trabajo: implica mirar hacia adentro y encontrar menos respuestas que preguntas. Implica comprender la ilusión de la verdad única, del camino preformateado. No hay una sola manera de nada. Y se necesita coraje para verlo.